Adiós Por definir, hola La narrativa qué

Este no es un post sino un aviso. Ya no estoy posteando aquí, sino acá. La narrativa qué  es el nombre del nuevo blog, y hasta el momento solo incorpora puros cuentos escritos de prisa. Mientras, Por definir seguirá hasta que wordpresss decida cancelarlo.

Gracias por seguirme en este espacio durante todos estos años. De algún modo le dieron sentido a mis días.

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Treinta y nueve

Hoy podría morir, pensó él mirando las pocas estrellas que se alcanzaban a ver desde su azotea. Como cualquier otro día en el que cualquier persona puede morir, excepto que esa noche era la última noche —las últimas horas ya— de sus treinta y ocho años y el hecho de que se completara una vuelta más al sol le daba un sentido cósmico.

Sin poder verlos, pensó en cometas. Esos objetos irregulares tienen años mucho más largos que los terrestres, pero cada giro los va consumiendo, el viento solar les roba materia.

(Un poco como tú y como yo, que nos deshacemos en la estela que dejamos —luminosa, quizá, pero irrecuperable.)

—Por cierto —aclaró al tipo que en su laptop escribe sobre él— anota que no sé en órbita de qué demonios la giro. Para cometa soy de esos que una noche aparecen en el espacio y como vienen se van.

Volvió a mirar el cielo amarillo de la noche. No pasó un cometa. Pasó un avión. Sus tres luces parpadeantes. A los pocos minutos otro. Y luego otro.

Y así este año —que pasó como un cometa, o más bien como un avión comercial medio vacío y atacado de turbulencia— se va. Se fue.

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Mi problema con la poesía

Si alguien quisiera ponerme en evidencia, sólo tiene que ir a la biblioteca de la Universidad Iberoamericana campus Santa Fe, y buscar en la sección de tesis una que lleva por título “Gerardo Deniz o la fixión de la poesía” (sic) y que casualmente está firmada por mí.

Tesis es impreciso: es mejor trabajo escolar en esteroides. En mi defensa diré que sólo tenía 25 años y estaba viviendo los últimos estertores de mi fe. No la religiosa que ya la había perdido como a los 18 años, sino la fe abstracta, esperar que todo esto sea algo, o signifique algo, o lleve a algo.

Gerardo Deniz tenía por entonces 60 años y se veía diez años más viejo: un gigante con gafas de armazón, barba de chivo y cuerpo de botellón que me parecía ya no creer en nada. En alguna de nuestras conversaciones amenazó con irse a prender fuego al Zócalo. A mí, que seguía arrastrando la pubertad cerebral más allá de los veinte años, me pareció que 60 son demasiados años y que lo que estaba viendo, la existencia desolada de un genio apenas reconocido, enclaustrado en un departamento minúsculo desbordado de polvo y libros, era una estampa triste.

Sigo pensando que él ha sido el único genio que me ha tocado conocer en persona. Y eso que he entrevistado a personas cuyo talento les ha dado fama mundial, llenan estadios, reciben premios y creemos han cambiado la historia del cine o de la música. El genio es otra cosa. Que triunfe es irrelevante. Se eleva encima aún de la brillantez y alcanza las sombras. Ya jamás desciende.

Yo tenía 25 años y tuve miedo de volver a ver al poeta. Ahora tengo 38. No he vuelto a verlo.

En mi tesis intenté compensar ese pánico con una especie de ateología chapucera que evangelizaba una salvación por medio del arte. Específicamente por medio de la poesía. Insisto: yo quería creer. Quería tener fe. Aunque fuera en eso. Aunque fuera en él.

Una salvación —la impronta católica que me traicionaba.

Luego he querido creer en coincidencias, en el amor sublime, en la narrativa capaz de unir ambas cosas, en el momento presente, en la memoria, en la psique, en la ciencia, en la paternidad. ¿Por qué no nací con la impronta de creer en el dinero? Ahora sería el feliz líder de una banda de secuestradores. ¿O, mejor, de creer en el sexo y en el dinero, y ahora administraría un próspero putero?

No. Las improntas. No salimos de ellas. Las repetimos y las vestimos de cualquier otra cosa. Por ejemplo: escribo en un blog con la fe en que seré leído, en que lectores vendrán a salvarme. Abajo de mi pretendido ateísmo sigo teniendo fe en una suerte de salvación ridícula.

En cambio Deniz, a oscuras, sentado en las sombras de su departamento, quizá en algún desorden de la mente le venga a la memoria que un joven de 25 pensaba escribir una tesis sobre él. Sé que tiene memoria prodigiosa, así que imagino que sí, absurdamente, me recuerda de entonces, como una imagen mental estorbosa, inconcluyente, de 1995.

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Aguas negras

Mi maestro de creación literaria me aconsejó no censurarme a la hora de escribir. No importaba qué saliera de mi mente. Si necesitaba escribirlo, debía de hacerlo.

—No te censures —dijo y eso se convirtió en un mantra.

Hace dieciséis años de eso.

Seguí su consejo. Pronto, conforme llenaba páginas con todo tipo de imágenes abyectas, mi mente empezó a funcionar como una  de esas cloacas que en época de lluvias en vez de tragarse la inundación, contribuyen a ella vomitando aguas negras.

Definición apresurada y torpe del proceso de la escritura: navegar en aguas negras.

Desde entonces el proceso creativo me ha dado algunas de las mejores cosas de mi vida y a la larga me ha traído bastantes disgustos. Porque una cosa es asombrarse de lo que arrastran esas aguas negras y otra muy distinta verse salpicado por ellas.

Claro, siempre se puede clausurar esa alcantarilla para que ya no expulse la porquería. Así nadie se ensucia y nadie pierde el tiempo leyéndome. También puede desazolvarse. Ello implica meterse a bucear en el fango y sacarlo de ahí, llevarlo a donde no estorbe.

Pero en unos meses la mugre habría vuelto a acumularse.

Debí ser ingeniero químico, mejor.

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La edad de oro del blog

Hubo una edad de oro de los blogs. Fue antes de Facebook. Antes de Twitter. Podía uno postear lo que fuera y la respuesta era generosa. Veinte comentarios por post incluso para un blog impopular como éste. Había fans. Gente que te agregaba a messenger, que sin conocerte te consideraba su amigo.

Sigue habiendo blogs favorecidos por la audiencia. Pero los pequeños blogueros, los que siempre estuvimos a la zaga, nos empequeñecimos aún más.

Lo que desapareció —o quizá simplemente creció, maduró, o formó una familia— fue la comunidad. También es factible la versión de que el desaparecido fui yo mismo.

No podría decirse que los blogs fueran una red social. Era una frívola red de antisociales que convencían a otros de socializar con ellos. En esa época de oro del blog, los guapos éramos quienes redactábamos bonito y transmitíamos ideas más o menos enredadas. Era fama fugaz.

Ahora en Facebook los guapos y populares son… los guapos y populares de siempre: los mismos que en la prepa. De Twitter podría decirse que los inteligentes siguen siendo los “guapos”, pero el matiz de la inteligencia es otro: va del chascarrillero al nanoliterato; del periodista a la celebridad. Digan lo que digan los escritores, que por momentos parecen confundir el banquete de la escritura con la ingestión de botanas de 140 caracteres, la dieta del twitt es fast-food. El twittstar en la industria del porno sería un eyaculador precoz.

También la culpa la tuvo el aburrimiento. Después de meses de constatar que el bloguero empezaba a repetir sus propios chistes, sus anécdotas, que su vida antes atormentada se convertía, por obra de la microcelebridad virtual, en una existencia más llevadera, entonces ya no era interesante leerlo.

En tardes morbosas como ésta releo esos posts de 2007 y principios de 2008 con veinte comentarios y también veo que yo mismo dejé de ser lo que era. El impertinente. El ombligocentrista. O quizá siga siéndolo, pero ya resulta tedioso.

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Mantis religiosas

A los seis años entendí que habían sustituido a mis padres. No me quedaba claro el motivo, pero no eran ellos. La misma cara, su manera de hablar, sus expresiones, su forma de moverse, pero había detalles sin importancia que los delataban. Ya no eran humanos. Al día siguiente que los sustituyeron, mi mamá dejó de darle pecho a mi hermanita y la razón me pareció obvia: mi hermanita no soportaba el sabor de la leche que la mamá sustituta le daba.

Empecé a espiarlos. Iban más tiempo al baño e iban juntos. Supuse que tenían otro organismo y muy posiblemente debían vomitar la comida para poderla digerir, como las moscas. Por eso los jadeos. Y eso debían hacerlo en el baño porque en la mesa hubiera sido desagradable. Supongo que en su planeta eso estaría bien visto.

En la azotea del edificio, sobre el piso de impermeabilizante, aparecieron tres marcas circulares, como si las hubieran impreso. Según el conserje siempre habían estado ahí, pero yo estaba seguro que no: ahí había aterrizado la nave que secuestró a mis padres y trajo a los nuevos.

Yo, cada que podía les ponía pruebas de memoria, para ver si finalmente se delataban y me revelaban las razones de su misión.

—A ver mamá, ¿cuál es mi juguete favorito?
—Ay mijo —nunca me decía mijo, prueba irrefutable— yo qué voy a saber.
—Antes sabías, mamá.
—¿Sí? ¿No, no sé, cuál?

Y le inventaba otro juguete, uno que yo no tenía, para confundirla. Estaba seguro que lo mejor que yo podría hacer era darles datos falsos sobre todo lo que pudiera para frustrarles su misión.

Otro día aplastaron una cucaracha en la cocina, a los pocos segundos desapareció. Estoy seguro de que se la comieron con gusto.

—¿Qué ves tanto a mi mano? —me preguntó mi “papá”, era un domingo; yo había puesto mi manita contra la suya.
—Se te ven mucho las venas por abajo —dije.
—¿Ah sí? —se dio cuenta que lo había descubierto, así que se puso a fingir— es normal, ¿no? Mira, tu mamá también las tiene así.

¡Pues claro!, pensé.

Dejé de decirles papá y mamá. Sé que eso me ponía en peligro, pero no podía simular por mucho tiempo un cariño que ya no les tenía. También dejé de abrazarlos y de darles la mano cuando salíamos a la calle. A mí me preocupaba sobre todo mi hermanita, que además tenía fiebre.

La llevaron con el pediatra. Yo me quedé con mi abuela, a quien por si las dudas, le pregunté:

—Abuelita, ¿qué me regalaste cuando cumplí cuatro años?
—¡El muñeco del hombre nuclear!
—¡Sí! ¡Es mi favorito!

Ella sí era la original, respiré tranquilo.

Cuando volvieron del doctor ya traían a mi hermanita falsa. Lo noté porque ya no traía chupón ni fiebre. Y porque mis papás dijeron estar llenísimos de haber comido “tacos”. En realidad, se la habían comido. Se despidieron de mi abuela y me miraron a mí. Amenazantes. Esa noche lloré en silencio, no me fueran a oír. Me sentí tremendamente solo.

Por las dudas, me levanté y fui a la cocina por un cuchillo, de esos que no me dejaban agarrar supuestamente para que no me cortara. En realidad era porque ya sabían que yo sabía. El cuchillo me dio tranquilidad y me dormí.

Me despertó el dolor. Grité. Se encendieron las luces y mi “mamá” entró espantada. Mi mano escurría sangré. El cuchillo estaba sobre las sábanas.

—¿Pero qué haces con ese cuchillo?

Mi mano no dejaba de sangrar.

—¿Eres sonámbulo?

Tomó mi mano herida y comenzó a chupar la sangre. Lo hizo con verdadero placer.

No pude más. Tomé el cuchillo y se lo clavé en el cuello. Pero la fuerza de un niño de seis años no alcanza para atravesar la piel. Me detuvo con su otra mano. Me quitó el arma. Me miró con sus ojos compuestos. Entró mi “papá”. Se miraron entre ellos, cómplices.

—Tu hijo me atacó con el cuchillo.
—¿Estás bien?
—Sólo un rasguño.
—Tranquilo, campeón, es sólo una pesadilla. Somos mamá y papá. Ya pasó.

Él nunca me decía campeón. Fingían tan mal. Yo los miraba muy alerta. Me puso la mano en la frente.

—Tiene temperatura. Ya lo contagió Sofi. A ver –vio el rasguño de ella y luego mi mano; salivó.

Ella le cedió mi mano y él empezó a succionar la sangre tambien. Con deleite.

Cuando volvieron a apagar las luces, fui a su cuarto, de puntitas. Juro que los vi despojados de su piel, dos enormes mantis religiosas, una encima de la otra con sus lenguas enormes succionándose.

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Teología

—Papá, ¿cómo le hizo Dios para crear al mundo?
—Mmmh… bueno, en realidad Dios no creó al mundo… esa es la manera como las personas se explican las cosas, pero es más bien como un cuento.
—¿Dios es un cuento?
—Sí algo así.
—Pero mi abuelita dice que Dios sí existe. Que es un señor con barbas que está en el cielo y que ahí está mi abuelito con él.
—En realidad no se sabe, nadie lo ha visto y…

En eso caí en cuenta: cómo iba yo a explicarle mi ateísmo cuando era yo mismo quien lo llenaba con las explicaciones más asombrosas sobre la existencia de los Reyes Magos y Santa Claus para satisfacer mi sensación de superhéroe a la hora de darle sus regalos como papá undercover.

—No entiendo, papá. Porque Dios sí creó el mundo, ¿verdad?

Diablos.

—Sí, fue él. Él nos creó. Y creo todo esto.
—¿Todo esto?
—Todo esto.

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El malestar de la materia

Del refrigerador saco una bolsa de fresas congeladas. Abro el empaque y acomodo las fresas rígidas en un tóper. Los dedos se me entumen y quedan las yemas de los dedos húmedas: gotas diminutas provenientes del hielo que se derritió con la temperatura de mi piel. Átomos que pasaron de un estado a otro.

Pongo agua a la maceta y pienso que la planta en realidad está hecha de tierra. Pero es tierra reordenada a nivel atómico por el sistema que el vegetal impuso a los minerales que en la maceta estaban dispersos.

Recuerdo haber leído sobre el condensado de Bose-Einstein, una sopa hecha no de átomos sino de partículas cuánticas a una temperatura cercana al cero absoluto que al estar carente de frición, encerrada en un recipiente, empieza a trepar por las paredes y, por más hermético que esté cerrado, se filtra y escapa.

Pienso entonces en los multiversos que podrían ser infinitos. Y reconozco ese malestar: sé que todo esto existe porque creo poder saberlo, pero todo esto pudo no ser, o todo esto es como un mecanismo.

No nos quedan sino unas cuantas generaciones más antes de que nos aniquilemos. Luego la nada. Todo este aparato de materia y antimateria y materia oscura y energía y energía oscura, nuevamente se hundirá en la mecánica pura, sin sentido, sin comienzo, sin final.

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De la realidad a la ficción y de regreso

Todo escritor es un neurótico que cruza los límites de la ficción y la realidad de ida y vuelta. En cuanto puede, se muda al primer departamento de renta barata que esté del lado de la ficción.

Desde ahí, encerrado, ermitaño, sentado ante su laptop, recorriendo con sus dedos el teclado, escribe un ensayo donde sospecha que cualquiera de las personas que lo rodean, empezando por sus seres queridos, incluido su hijo de seis años, son conspiradores profesionales y las motivaciones que tienen para demostrarle cariño (un cariño fingido, por supuesto) son asombrosamente retorcidas. Él está consciente de ser un asco de individuo que no merece aprecio, y que eso es consenso general, por lo tanto, cualquier persona que le demuestre cariño lo finge, no hay otra posibilidad. Eso sí, se pregunta qué quieren de él esa bola de conspiradores.

Por eso, cuando al escritor le han ofrecido dar un curso en el Claustro de Sor Juana (Universidad ficticia sin duda, vean nada más el nombre), acepta de inmediato, sabiendo que es un pretexto para reunirse con otras víctimas de la infinita conspiración que les rodea. Planea, con quienes se inscriban, desentrañar los hilos de esa realidad de mampostería en la que están inmersos, o de esa ficción hiperrealista, no sabe bien. Será como una terapia de grupo, pero también una modesta célula de terroristas verbales, que harán ver a los fingidores su suerte.

Si tú eres un fingidor, haz caso omiso de este libelo, piensa que es todo ficción, ese curso es de mentira, sigue tu tranquila navegación en internet. Pero si consideras que la persona con la que duermes está fingiendo cada vez que te besa, cada vez que tiene orgasmos o necesitas que pruebe bocado cada vez que te cocina, considera inscribirte.

Los datos del curso están aquí es cosa de que busques el .pdf que se llama como este post. También, si usas Facebook (esa red de fingidores extrovertidos), puedes checar los datos aquí.

Empieza el jueves 10 de marzo. Allá los veo.

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Lavacoches

Por alguna razón, los pájaros que viven en los árboles de la cuadra consideran que mi auto es el baño. No importa si se trata de mi antiguo Honda o de mi nuevo Chevy, ellos saben que es mi auto y tienen la confianza de dejar sus cacas sobre su gris carrocería.

Dado que llevaba días sin lavar mi auto y su cofre ostentaba varias ráfagas de deshechos aviares, me dispuse a lavar mi auto con cubeta y jerga. Me arremangué la camisa y a darle.

No es algo que acostumbre hacer seguido, siempre pagaba los 40 pesos que cuesta lavar el cochecito, pero ahora con mis ingresos irregulares, tanto más pueda ahorrar, mejor. Además, crecí en los alrededores de Satélite, así que la lavada sabatina del auto está en mis genes.

Mientras lo hacía recordé que cuando era niño y boy scout (hay fotos infames en la red que evidencian esa faceta de mi oscuro pasado) un día nos mandaron a todos a lavar autos para recolectar fondos. El equipo (seisenas, se llamaban) que más coches lavara (y trajera la cuota correspondiente) ganaba. Nos repatimos áreas del suburbio alrededor y fuimos por las calles robándole el trabajo a los chicos lavacoches que sí necesitaban el dinero.

En mi caso, yo era un endemoniado perfeccionista mal aleccionado por mi padre quien luego de que le lavaba su auto los sábados (nunca por gusto, él me obligaba) revisaba minuciosamente cada espacio que no quedó limpio, cada gota de tierra seca, cada rincón a donde la jerga no llegaba.

Ese día empezamos a lavar un auto y no quedaba, no quedaba, los trapos dejaban su marca por más que volvíamos a tallar. Y mi demonio interno crecía, mis temores imbuidos se manifestaban.

—No queda bien —les decía yo—. No podemos cobrar por este trabajo.

Y ellos se afanaban en la limpieza para volver a dejar la marca de las jergas.

—No, no, huyamos —les decía.
—Pero cómo.
—No está bien. No es perfecto. Nos va a regañar el señor. Vámonos.

Y como yo era el líder de la seisena, me obedecían. Los otros equipos regresaron con el producto económico de varias lavadas. El mío regresó con las manos vacías.

Ignoro si hay moraleja a esta historia. Mi coche lo lavé como pude y estoy seguro que quedaron las marcas de los trapos. Pero nadie va a venir a decirme nada. Eso sí, los pájaros desde sus ramas dirán:

—Por fin, ya nos limpiaron el baño.

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Discontinua

Tenía un anillo en el dedo meñique que parecía de compromiso, pero no recordaba haberlo recibido. Ella se sentó en una banca del parque a reconsiderar: la noche anterior había estado con varios hombres, como todas las noches, como todos los días. El último de ellos le pidió que llevara medias de red. El anillo parecía real, al ponerlo contra el sol daba reflejos que el cristal no hubiera podido recrear. Encendió un cigarro y mientras fumaba lentamente, miró en la vereda del parque a un padre jugar con su hijo: el niño avanzaba en el triciclo a toda velocidad y cruzaba un charco, salpicando a todas partes. Vagamente pensó que eso le recordaba algo que podría haber vivido. Tomó su celular y marcó un número. Contestó una operadora que le indicó varias opciones. Eligió hablar con un ejecutivo. El que le asignaron tenía en la voz un ligero acento sudamericano.

—¿Qué día es hoy? —preguntó ella.
—Febrero dieciocho —dijo él.
—De qué año.
—Dos mil quince.
—Diablos —y colgó.

Ya se lo habían advertido cuando contrató el servicio hace siete años. La vida podría volvérsele discontinua. Tener súbitos adelantos a un futuro del que no tenía antecedentes. Pero que sólo pasaba en casos muy raros y, en todo caso, podría exigir que le devolvieran el dinero. Volvió a marcar. Ahora le asignaron un ejecutivo que tenía voz de preadolescente.

—Estoy teniendo una laguna, de varios años —dijo ella.
—¿Perdón?
—Ayer estaba yo en dos mil ocho; es decir, mi consciencia. Pedí que borraran mi pasado, pero veo que esto sigue sucediendo.
—No le entiendo.
—Necesito hablar con tu superior, imbécil.

Esperó quince minutos en la línea. Repetían la misma canción navideña y no se cansaban de insistirle que su llamada era muy importante para ellos, que por favor no colgara. Finalmente un superior le atendió. La escuchó comprensivo, buscó sus datos, y le dijo que, efectivamente, se registraba una falla en el disco de memoria, que mientras tanto siguiera normalmente, en un plazo no mayor a 72 horas podría recuperar sus recuerdos.

—¿Y cómo sabré que son los míos? —preguntó.

Le respondió él con unos segundos de silencio tras el cual se limitó a preguntarle si no se le ofrecía nada más.

Se revisó la ropa: no le aportaba pistas, salvo que parecía más bien el atuendo de una secretaria. En la cartera estaban sus documentos, casi todos ellos nuevos para ella. El domicilio variaba en cada uno. Intentó escudriñar su propio rostro para ver si podía discernir algo. En la cartera estaba la foto de un hombre que le pareció demasiado viejo para ella; no le agradó.

En vano buscó algún sobre con cocaína. Halló un espejito de mano. Dios mío, pensó, el paso del tiempo. Las ojeras instaladas debajo de sus párpados, arrugas alrededor de los ojos. Había engordado.

Esa tarde empeñó el anillo y, con el dinero, fue a un bar. Bebió hasta sentirse invencible. Besó a varios hombres hasta que dos de ellos le ofrecieron llevársela de ahí y le pagaron su cuenta. Tenían cocaína, bendito sea. Se quitó la ropa y bailó para ellos.

Cuando despertó, en una banca del parque en la que creía haber estado antes, alguna vez, pero no podría asegurarlo, sólo la cubría una camiseta. Olía a orines. Un adolescente pasó a toda velocidad con su bicicleta. Las ropas del chico y del resto de la gente y de los policías le permitieron vislumbrar que había ocurrido de nuevo. Le dolían las articulaciones.

—¿Qué año es? —les dijo sonriendo, como una niña pequeña.
—Dos mil veintisiete. Acompáñenos.

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Consciencia

Finalmente, llegó a la edad en la que se dio cuenta. Hasta antes de este momento, pretencioso como era, podía fantasear con que su carácter se debía a cierta vejez prematura del alma —nunca a considerarse un “alma vieja”, idea que le siempre le pareció nauseabunda, porque implicaba primero creer en la reencarnación, idea opuesta a su ateísmo, y segundo involucraba una soberbia deleznable en quien se autoproclamaba “alma vieja”—. Pero siempre se sintió viejo, desde la niñez, y su vejez la medía en su propensión al cansancio, en preferir siempre la calma y el orden, en alejarse de toda clase de apuestas, y hallarle sentido a su aburrimiento.

Pero los números no mienten y, cuando leyó en un ensayo de Jung sobre la psique masculina que alrededor de los 38 años el héroe debe de aniquilarse, quemarse por completo, morir, y olvidarse de querer ser un héroe, entonces cayó en cuenta.

38 años; ni más ni menos.

Ese día se quedó en casa y miró un tiempo por la ventana: enfrente habían demolido la construcción e iniciaban los trabajos para un edificio que en unos meses le taparía la luz del sol. El vigilante del terreno, un hombre de alrededor de setenta años que se había convertido en el cuidador de autos de la calle, lo vio y lo saludó con la mano. El hombre de 38 años respondió al saludo.

Una joven hermosa descendió de un auto de lujo conducido por un hombre mucho mayor, se dio la vuelta y lo besó en los labios. El hombre arrancó derrochando potencia. La chica, de caminar inseguro, entró en la casa de junto, donde al parecer hacen castings para comerciales.

En la maceta bajo la ventana, dos botones blancos estaban a punto de florecer. Recordó que tenía que ponerle agua.

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Monotonía

La etiqueta del frasco prometía una inteligencia descomunal una vez ingerida la dosis de una pastilla. Que utilizaran el adjetivo descomunal le pareció no sólo poco inteligente, sino estúpido, pero qué podía pedirle a un producto anunciado durante un infomercial en la madrugada. La etiqueta claramente advertía no consumir más de dos pastillas cada veinticuatro horas. Eso lo tomó como una invitación velada a incrementar la dosis. Primero tomó cinco pastillas y, cuatro horas después, al ver que no hacían ningún efecto, que la orina no emitía olores indeseables y que tampoco sentía nada parecido a la gastritis, decidió ingerir las quince pastillas restantes. Ya era tarde, se puso la pijama y se fue a dormir.

Decir que los sueños que tuvo esa noche fueron extraños es dar muy poca información sobre ellos, puesto que la norma de los sueños es su extrañeza. La particularidad que tuvieron era que no parecían sueños en absoluto: eran inmutables y tangibles como la cotidianeidad. En uno de ellos iba al banco a depositar un cheque, que tenía anotada una cantidad precisa, y un número de cheque que no cambiaba cada vez que lo leía de nuevo. La fila duró cuarenta y cinco minutos y las personas formadas en ella no se convertían en nada, ni se asemejaban a nadie que él conociera. La cajera lo trató amable y mecánicamente. Luego despertó. Otro sueño consistía en un trayecto interminable en medio de un embotellamiento. Todo ocurría sin contravenir una sola de las leyes de la lógica o de la física. Avanzaban un poco los autos, se detenían, avanzaban, se detenían. Despertó cuando el semáforo cambió a siga.

Sin embargo, es el último sueño el que nos ocupa ahora. Con aburrimiento escribía en una computadora un cuento sobre pastillas para la inteligencia. Letra por letra, y éstas no variaban ni trastocaban su orden. En ocasiones debía corregir dedazos, titubeaba en elegir la palabra adecuada, pero avanzaba. Letra por letra. Lo incomodaba la certidumbre de que esta vez ya no iba a despertarse más. Esa certeza se parecía a la muerte.

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Con alfileres

En cierto momento, a mitad del año que hoy termina, le dije a mi psicóloga:

—Creo que ahora mi problema es que he logrado todo lo que me he propuesto —esto lo decía yo recargado en el mullido sillón de mi consultorio, con pose de autosificiencia, cada semana yo pagaba para dictarle una conferencia sobre mi propia vida, la biografía disonante del hombre de éxito—. Quería que me publicaran una novela de forma seria, y ahí está. Siempre quise ser editor de mi revista favorita, y ahí está. Siempre quise una novia como la que tengo ahora… Tengo un hijo maravilloso. Estoy haciendo ejercicio regularmente. En realidad sólo me falta tener dinero para llevar una vida digna, pero eso implicaría dejar de hacer lo que amo.

Pocos meses después perdí el trabajo de editor, la novia me dejó, y me enteré que las ventas de mi libro fueron  decepcionantes.

Un viejo amigo, cuando le conté esto, me dijo:

—Qué envidia me das, maestro. Estás viviendo el sueño de todo escritor.

—Sí, güey —le contesté.

De eso, han pasado dos meses. Ahora escribo esto en una palapa en un hotel de playa, frente a una alberca llena de niños. El año nuevo me pillará a nivel del mar. Lo que viene promete ser maravilloso, aunque cada día muta, cada día es más abismal, cada día es mayor el vértigo, cada día es más alta la promesa de felicidad, y por lo mismo más inalcanzable; por momentos me tienta la opción de desaparecer, cerrar este blog, cerrar mi feisbuc, mi tuiter, mis cuentas de correo, cambiar de teléfono, huir. Pero no: tengo un hijo, que sigue siendo maravilloso, no podría hacerle eso. Como sea, hace una semana que no sé de él porque su mamá se lo llevó de vacaciones y no quiso decirme a dónde.

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El antigrinch

Por más que mi carácter sea antipático, no soy un grinch de estas fechas. Me gusta la navidad, el arbolito, los muñequitos del nacimiento, el juego de Santa y los Reyes, la cena, la familia. Lo que no se me da es dar regalos, algo tenía que tener disfuncional: es poco probable que lo que te regalen te guste y viceversa. Me parece mucho más divertido el juego del roperazo, en donde por lo menos sabes que te va a tocar cualquier babosada. También odio la palabra grinch, me parece desafortunada. Anglosajona. Pop. Jim Carrey. Tampoco me gusta el estereotipo de la navidad bajo la nieve. Acá no nieva, ni modo. Puede hacer frío, pero es un frío maricón, indeciso. Desgraciadamente aquí hay inversión térmica y no hay calefacción en los edificios.

Con la familia me comporto raro, como podrán imaginarse. La socialización no es mi fuerte y menos aún lo es con quienes por más años y canas que te cargues encima, no dejan de verte como el niño de nueve años que cuando en 1981 un tío suyo le regaló una calculadora portátil diminuta no pudo con la emoción y gritó:

—Una calcaladara —así, todo con la letra A.

Ahora esa calculadora saldría en las cajas de cereal y sería rarísima. A la fecha, por cierto, siguen recordándome mi emoción de escuincle. En fin, hoy estaré con todos ellos y volverán con la calcaladara. Como si hubiera sido ayer.

Rayos, tengo que envolver los regalos. Feliz navidad.

 

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